Tío Yanco, Agnès Varda

Como suele ocurrir, los cortometrajes no tienen vida y, por tanto, no forman parte de La Obra de un autor; sin embargo, por su duración limitada y por su falta de comercialización hacen que sea un terreno particularmente libre y fértil, donde los experimentos y el ensayo y error pueden fructificar en pequeñas joyas cinematográficas. Agnès Varda fue una directora que desbordaba creatividad y no concebía una separación entre su vida y su arte; eso hizo que, junto con su absoluta falta de prejuicios, el cortometraje siempre estuviese presente a lo largo de su carrera, como experimento o como diario.

De las páginas de un libro de Henry Miller sale la idea de buscar a un familiar que, igual que Agnès Varda, hace de su vida un progreso de creación artística. El documental, por decisión de la directora, deja ver la ficción tras él, repetir tomas en francés, inglés y griego para recordar el reencuentro, como si todo no fuera la representación de un fallo, sino el rodaje lógico de un abrazo en el que los protagonistas no saben en que lengua se sentirán más cómodos o más cercanos.

Cuando Varda filma a los «extras» que comparten la casa acuática de Yanco enseñando chapas, pegatinas, letreros con el rótulo, «I love, Varda», cabe preguntarse si estamos ante la broma egocéntrica de reivindicarse a sí misma, la broma de vengarse de esos familiares que menosprecian a los artistas de la familia, o un simple homenaje a un apellido que mutó con la emigración del Vardas griego al afrancesado Varda y, de paso, un homenaje a un tío lejano que hace del «dolce far niente», del sol y la luz, un exponente de una vida mediterránea trasladada a la costa del Pacífico, en concreto a un Sausalito muy diferente del actual.

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